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Ecuanimidad: el sentido auténtico de permanecer

Actualizado: 13 oct

Por Benjamín Zegers, Director Instituto Mindfulness


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La joya de la ecuanimidad


La ecuanimidad es una de esas cualidades que reconocemos inmediatamente en quienes han hecho un largo y sincero camino interior. Tiene algo luminoso, algo que nos atrae y al mismo tiempo puede parecernos lejano. Es una enseñanza central de la tradición budista y un aspecto clave de la práctica de meditación, pero también algo que encontramos en todas las tradiciones de sabiduría. Su valor radica en que nos permite permanecer abiertos en medio de lo que la vida trae, sin cerrarnos ni endurecer el corazón. La ecuanimidad es la capacidad de permanecer abiertos y presentes ante cualquier experiencia —agradable o desagradable— sin cerrarnos ni aferrarnos. Es mantener el corazón espacioso frente a lo que la vida trae, con discernimiento pero sin rigidez.


Al mismo tiempo, puede ser difícil de poner en palabras o de encarnar en nuestra vida cotidiana. Lamentablemente, puede transformarse fácilmente en un ideal inalcanzable o en una exigencia que nos oprime. Podemos entonces preguntarnos: ¿cómo hacer un camino hacia la ecuanimidad auténtica?


La ecuanimidad, desde la tradición budista, se enmarca en las enseñanzas de los cuatro estados inconmensurables, los brahmaviharas. Estos estados son el amor (metta), la compasión (karuna), la alegría empática (mudita) y la ecuanimidad (upekkhā). Todos los hemos experimentado, y podemos reconocer su cualidad luminosa y abierta cuando aparecen espontáneamente; todos hemos presenciado momentos en que vemos estas cualidades en otros y tendemos a admirar y apreciar dicha nobleza de corazón. Desde la tradición budista se dice que estas cualidades son parte del potencial humano, parte de lo que Trungpa Rinpoche llamaba nuestra herencia humana básica. Se dice que son inagotables porque mientras más las cultivamos, más brotan. Son ilimitadas porque no conocemos sus fronteras. En ese sentido, la práctica consiste menos en "producir" ecuanimidad que en recordar su posibilidad.


Para muchos, la ecuanimidad es el más difícil de comprender de los cuatro inconmensurables, porque es el fruto natural de la práctica. Además, se dice que es el fruto de los otros estados inconnensurables. Cuando el amor, la compasión y la alegría maduran, se vuelven ecuánimes: dejan de estar condicionados por la preferencia o el rechazo. Pero incluso como fruto maduro, la ecuanimidad no es un logro fijo sino algo que se actualiza momento a momento, en cada encuentro con la vida.


Hacia una ecuanimidad aplicable


Podemos comenzar por decir lo que la ecuanimidad no es: no es indiferencia, ni frialdad, ni desapego rígido. Tampoco es aislarse de las situaciones. Por el contrario, tiene que ver con la capacidad de acoger una diversidad de experiencias —en cuerpo, corazón y mente— con una actitud abierta. Como decía Thich Nhat Hanh: "La ecuanimidad significa no tener fronteras en el corazón. Amarás a todos como a ti mismo, sin importar que te sean cercanos o lejanos."


La ecuanimidad se cultiva lentamente, porque puede transformarse en un nuevo ideal o en una forma sutil de autoexigencia. En cambio, el camino consiste en permitirnos dar más espacio a nuestras experiencias, tanto internas como externas. En la práctica de meditación hacemos justamente eso: mientras aprendemos a permanecer con lo que nos pasa, la ecuanimidad crece.


La ecuanimidad no es masoquismo; no se trata de permanecer en una situación dañina en su nombre. Aquí conviene distinguir entre tolerancia consciente y sumisión inconsciente. La primera surge de la presencia y el discernimiento: es la capacidad de sostener una experiencia difícil sin perder la conexión con uno mismo. La segunda nace del miedo o la desconexión, y suele perpetuar el sufrimiento. La ecuanimidad auténtica siempre incluye discernimiento (prajña), y por eso nunca es pasiva. Como decía Chögyam Trungpa: "La verdadera ecuanimidad no es un muro de indiferencia, sino una puerta abierta: lo que venga, lo recibimos; lo que se vaya, lo dejamos ir."


Frente a las situaciones difíciles —las que no nos agradan o las personas que nos incomodan—, podemos practicar abrir la puerta un poco más a esas experiencias. Un fruto de esa práctica es la capacidad de dar la bienvenida a lo desconocido: al principio nos remueve, pero con el tiempo podemos mantenernos abiertos y presentes junto con la experiencia "desagradable". En ese momento estamos encarnando la ecuanimidad. Pema Chödrön lo expresó así: "Ecuanimidad es dejar de dividir la vida en lo que aceptamos y lo que rechazamos. Es aprender a permanecer en el medio de todo lo que surge." Los pies en la tierra, la mirada amplia.


La ecuanimidad nos ofrece perspectiva. Nos permite ver cómo las situaciones surgen, se desarrollan y se desvanecen; cómo lo agradable y lo desagradable, lo fácil y lo difícil, son impermanentes. Por eso suele estar asociada con la sabiduría: con una visión más amplia y más libre. En la práctica, sabiduría significa ver la experiencia tal como es, sin las distorsiones del agrado o el rechazo.


Un aspecto central de la ecuanimidad es que nace de estar con los pies bien puestos en donde estamos. Lo determinante no es cuánto sabemos, sino si podemos dejar de huir y relacionarnos con la realidad fresca que tenemos frente a nosotros. Así, cultivamos sabiduría desde dentro de la vida, participando en ella, no excluyéndonos de lo que vivimos. La ecuanimidad nos conduce a la inclusividad: nos permite dar la bienvenida a una gama más amplia de experiencias y, al hacerlo, mantenemos viva nuestra conexión con la espaciosidad interior.


La ecuanimidad madura se expresa también en nuestras relaciones: en la capacidad de escuchar sin cerrarnos, de acompañar sin controlar, de estar presentes incluso cuando no podemos resolver.

Una imagen tradicional lo ilustra: si echas un puñado de sal en un vaso de agua, no podrás beberla; si echas el mismo puñado de sal en el océano, no te molestará. Es la cualidad espaciosa lo que nos permite relacionarnos plenamente con la experiencia. Emociones, regulación y un corazón inconmensurable

Desde la psicología budista, la ecuanimidad se vincula con lo que hoy llamamos regulación emocional, pero con una distinción importante: no se trata de controlar lo que sentimos, sino de transformar nuestra relación con nuestras experiencias. La ecuanimidad no suprime las emociones, sino que nos permite integrarlas con conciencia y apertura. Ya no somos arrastrados por su fuerza, sino que las habitamos con lucidez. En ambos casos —ecuanimidad y regulación— se trata de mantener presencia en medio de la emoción, sin reprimirla ni actuarla impulsivamente.


En la vida cotidiana, cultivar ecuanimidad significa reconocer lo que sentimos y darle espacio. En este proceso, el cuerpo juega un rol esencial: es el lugar donde sentimos la agitación y también donde aprendemos a descansar. La ecuanimidad no se cultiva solo en la mente; se encarna en la respiración, en la postura, en la sensibilidad que sostiene la presencia. Significa mantener una mirada amplia; respirar; recordar la impermanencia; reconocer nuestros límites —lo que podemos aceptar y lo que necesitamos rechazar—; y poco a poco abrirnos a experiencias nuevas.


Cada vez que elegimos no cerrarnos, la ecuanimidad se fortalece. Y cuando no lo logramos, también practicamos: reconociendo con suavidad la confusión y volviendo al cuerpo, al presente, a la respiración. Volver una y otra vez es el corazón de la práctica y la manera en que, a lo largo del camino, vamos descubriendo íntimamente qué significa la ecuanimidad, cuál es la perspectiva amplia que nos ofrece, y cómo permanecer sin reprimir. Entonces nos damos cuenta de que el corazón humano es más grande de lo que sospechamos y de que desconocemos en nosotros mismos la espaciosidad enorme que nos conforma y contiene. Entonces podemos levantar la vista y contemplar el misterio que es esta vida, la mudanza de las estaciones y los eventos y etapas de nuestra vida; los cambios de nuestros estados y sensaciones; el movimiento constante de la vida. Se dice que la ecuanimidad nos permite relacionarnos con la vida de forma comprometida pero sin estar presos de una visión egoista o auto-centrada, podemos apreciar más esta vida.


La luna y las flores,

la nieve y el viento de otoño —

nadie los posee;

están ahí para todos.

¿Por qué aferrarse?


Ryōkan (monje zen, siglo XVIII)


 
 
 

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