Rodrigo Bobadilla Palacios
El despertar del Buda ocurrió a los pies de un árbol y se sintetizó en su origen en un gesto radical y poderoso: el mudra de tocar la tierra. Las enseñanzas que continuaron a ese gesto primigenio, comúnmente descritas como “los tres giros de la rueda del dharma”, nos ofrecen un camino para reconocer la naturaleza interdependiente de los fenómenos y nuestra pertenencia a la red de la vida. Así es como el budismo contiene las semillas de una ecología profunda que nos incita a responder ante la crisis de un plantea dañado. Hacer florecer esas semillas y contribuir desde esta tradición a reimaginar nuestra relación con la Tierra implica aprender a escuchar la cordura del ecodharma en su diversidad de manifestaciones y voces, allí donde se nos recuerde nuestra naturaleza de entre-ser.
Tocar la tierra a la sombra de un árbol
Esta historia comienza a los pies de un árbol. El suceso fundacional de la tradición budista pone ante nosotros la escena de un ser humano que decide sentarse a la sombra de un ficus frondoso para develar la auténtica naturaleza despierta de su mente. La historia es tan bella, tan sencilla y radical, que probablemente nunca dejará de ser contada entre los seres humanos, pues constituye el nudo inicial de un linaje completo de senderos hacia el despertar y contiene en sí misma las semillas de un mensaje urgente para este tiempo de destrucciones a gran escala en un planeta dañado.
Quien fuera príncipe de un reino se entera un día de la realidad de la enfermedad, la vejez y la muerte, y decide abandonarlo todo para perseguir enseñanzas, prácticas y respuestas ante la perplejidad de lo inevitable. Recibe el llamado de la búsqueda, la sed de comprender la trama de la vida y vislumbrar su rol en ella. Cuentan las biografías tradicionales que él, Gautama Buda, que había nacido junto a un árbol y que más tarde moriría rodeado por ellos, tuvo que pasar primero por años de peregrinajes en tierras agrestes y cálidas, pobladas de mantras, austeridades, ascetismos extremos y ritos devocionales, antes de llegar a sentarse con simplicidad a la sombra generosa de ese ficus que ahora llamamos el árbol de bodhi, árbol del despertar.
Sentado allí, se cuenta que un día advino en su práctica un descubrimiento: la extrema renuncia no era necesaria, pues la salud y la fuerza de su cuerpo eran condiciones indispensables para alcanzar la meta de su meditación. La meta estaba dentro de los enredos del mundo, y no fuera de él. Recibió leche y arroz de una mujer dadivosa, y un joven granjero le obsequió un fardo de hierba kusha sobre el cual poder sentarse con más comodidad. Entonces, cuentan, dejó de buscar, pues supo que no había nada que conseguir o adquirir, que la meta y el camino eran quizás la misma cosa. Y así, en calma, tranquilamente, encontrando su asiento en la tierra, alcanzó el estado totalmente despierto. Se cuenta que se vio a sí mismo como un pasado remotísimo que florecía en el temblor de ese presente; que supo de innumerables Budas que lo antecedían y lo sucederían; que intuyó que él mismo había sido antes árbol, pez, venado o la carne de una liebre que se arrojaba compasivamente al fuego para saciar el hambre de las crías de una tigresa.
Los textos tradicionales relatan que, en una última arremetida de resistencia y desesperación, su ego se presentó en la forma de Mara, una mítica figura maligna, para seducir y atacar al recién despierto. Pero nada lo detuvo: ni las tentaciones que Mara ponía ante él, ni las tropas que luego dispuso para atacarlo, fueron exitosas. El despierto ya había alcanzado el estado de no oposición, de no violencia, el estado de maitri o benevolencia, y ya no podía ser acosado por una proyección de su propio miedo. Cuentan que las flechas de las tropas de Mara se transformaban en flores al caer sobre él, y que, en un último intento, el demonio de la ilusión se atrevió a desafiarlo con una pregunta: “¿Quién puede testificar que tu despertar es genuino?”. El Buda, dicen los textos, se mantuvo en silencio, y sólo respondió con un gesto convincente, un ademán que tradicionalmente se conoce como el mudra bhumisparsha: pausadamente extendió los dedos de su mano y tocó con ellos la tierra. Ella, la tierra misma, era su testigo.
Bhumisparsha, mudra de tocar la tierra
o de “tomar la tierra como testigo”.
Esa mano extendida hacia la tierra nos recuerda nuestra capacidad innata de abrir la naturaleza disponible, sabia, compasiva y bondadosa de nuestra mente-corazón al encuentro con la totalidad viviente. Al despertar, enseñaba el Buda en dicho acto, el mundo mismo es el que está al alcance de la mano, pues se difuminan las fronteras aparentes que nos hacen concebirnos ajenos a él.
La rueda comienza a girar: el despuntar de la interdependencia
Es claro que la vertiente de saberes y experiencias que ese gesto puso en marcha, lo que llamamos el budadharma y sus tres giros de enseñanza, tiene muchísimo para aportar al movimiento global que busca responder a la catástrofe ecológica y humana que atravesamos. Importantes linajes de práctica, maestros y meditantes contemporáneos de este camino reconocen la necesidad imperiosa de que el budismo ofrezca algo realmente valioso para instruirnos acerca de cómo abrazar la crisis patente de nuestra época y sembrar las semillas para su sanación. Es lo que el monje vietnamita Thich Nhat Hanh ha reclamado como la urgencia de un “budismo comprometido”, un dharma completamente arraigado en los asuntos del mundo y esencialmente responsable ante los asuntos de la realidad que nos rodea. Es decir, una espiritualidad que sea capaz de responder al mundo.
Quien tocó la tierra para ponerla de testigo de su despertar plantó la semilla de una práctica que involucra a toda la tierra, y con ella a cada uno de los seres sintientes que la habitan y componen. La experiencia del Buda no solamente atañe a un puñado de seres iluminados que han despertado para luego guardar el vibrante secreto en los pasillos de un monasterio o en la soledad de un cojín de meditación. Más bien, como ha expresado poderosamente la pensadora y activista Joanna Macy, en el mismo gesto contenido en el bhumisparsha, o mudra de tocar la tierra, está contenida la clave del alcance de lo que el Buda nos mostró con su aventura: al tocar el suelo que sustenta la vida en su infinito despliegue de formas, nos señaló nuestra pertenencia a la unidad de todo lo viviente; nos otorgó un poder para reconocer nuestra interdependencia y, por lo mismo, para actuar en beneficio de todos los seres. El poder de ver las cosas como son: claras, indeterminadas, vacías de conceptos limitantes, pero también fecundas y siempre auspiciosas, pues no hay nada que se escape a la realidad palpable de nuestra interconexión.
En su primer giro, la rueda del dharma nos enseña que es por un olvido de nuestra pertenencia al tejido interdependiente de lo vivo que se origina nuestro sufrimiento, el tradicionalmente denominado dukkha. En sus sermones y enseñanzas iniciales, el Buda plantó algunas semillas valiosas que hoy pueden jugar un rol determinante para nutrir la acción ecológica sanadora de un planeta devastado. Nuestro sufrimiento descansa en un hábito confuso y obstinado, un malentendido que nos condena a la visión ilusoria de nuestra propia identidad como algo sólido, permanente, ajeno a la danza vibrante de los seres y los fenómenos. Nos enseña que tres venenos o motivaciones nocivas ‒el apego, la aversión y la ignorancia‒ son las principales responsables de ese engaño peligroso, y nos muestra un camino para salir de la trampa: sentándonos cerca de la tierra y aprendiendo a observar sin juicio los mecanismos de esa in-disposición de nuestra mente a estar abierta y sensible al momento presente, podemos reintegrarnos a la gran corriente inefable de la totalidad de lo existe, de la que nunca hemos salido.
En la meditación contactamos con nuestra capacidad innata de prestar atención (shamatha) y de darnos cuenta (vipassana) de la experiencia de lo que ocurre aquí y ahora, saliendo del capullo de ese ego inconsistente que nos mantiene aislados. Estas destrezas nos hacen recordar, y labran así el territorio fértil de nuestra mente-corazón para reconocer en carne propia la realidad de lo que para sus herederos activistas es probablemente la pieza más poderosa del primer giro de sus enseñanzas: la noticia del origen codependiente de todos los fenómenos (paticca samuppada) y la ausencia fundamental de un ego o una identidad sólida (anatta).
Lo que comprendió ese hombre bajo el ficus de bodhi es que, como las mismas hebras del micelio que enlazaba las raíces de los árboles que le ofrecían su sombra, la totalidad de los factores y las causas de cualquier fenómeno están inmersas en un proceso dinámico y fluido de causalidad, relación e interdependencia. Esto es lo que subyace a todo lo que enseñó más tarde: una visión que miraba más allá de las dualidades y dicotomías impuestas por la mente conceptual, que rompía los diques entre el yo y el mundo, entre mente y materia. La interconexión es la ley tranquila y sublime que desenterró el dharma en su primer giro, y el humus que alimenta su propuesta de un camino para disipar el ciclo repetitivo de la confusión y el olvido, que llamamos samsara. La disertación que ofreció a sus primeros seguidores en el Parque de los Ciervos, en Benarés, dictó el itinerario preciso de los pasos hacia la quietud mental y la visión penetrante a través de las cuales una ser humano, cualquier ser humano, puede retornar a la cordura de esta conciencia sanadora.
Los otros giros: del entre-ser a la “bondad fundamental”
En el segundo giro de la rueda del dharma, en lo que tradicionalmente se conoce como las enseñanzas mahayánicas, esta buena nueva será expresada a través de metáforas e imágenes cautivantes, abriendo el espacio a otras tantas enseñanzas que ahondan en las implicancias profundas de esta intuición primigenia. La hermosa imagen de la Red de Joyas de Indra, propuesta en el Sutra de la Guirnalda (Sutra Avatamsaka) y traducida al chino por el sabio budista Tu-Shun, es probablemente el ejemplo más notable de los modos en que el budismo ha expresado la realidad de la codependencia e interpenetración que involucra a toda la existencia.
El Sutra nos propone una representación del cosmos a través de la imagen de una red multidimensional, semejante a la que el mítico dios Indra dispuso en la bóveda de su palacio, en la que una joya resplandece en cada uno de sus infinitos nodos. Cada una de esas joyas refleja a todas las demás, y cada uno de esos reflejos a su vez refleja los otros reflejos, y así hasta el infinito. Esto es lo que Thich Nhat Hanh ha descrito en nuestro propio tiempo como la experiencia del “entre-ser”: el reconocimiento de que en una sola hoja de papel, en una flor, en la maduración de un fruto o en cualquier fenómeno están implicadas una sucesión inabarcable de causas, factores y fenómenos; que todo está repleto de sol, agua, cambio, tiempo, voluntades humanas, decisiones, ritmos vegetales y germinaciones silenciosas.
He ahí una visión que adelanta lo que la biología de nuestros días, la teoría de Gaia, los modelos holográficos y sistémicos, la ecología profunda, los nuevos materialismos y otras tantas vertientes del pensamiento contemporáneo nos comparten a su modo: que nunca estamos solos o aislados, pues no hay forma de dejar de estar inmersos en ensamblajes y entramados de relación entre entidades humanas, no-humanas y más-que-humanas. Que somos hilos entretejidos en tapices de conciencia y materia palpitante. Que reflejamos todo y que todo nos refleja.
Esta es una profunda y antigua ecología que nos invita, así las cosas, a establecer intimidad con cada expresión y forma de vida. Joanna Macy se hace eco de esto al llamarnos a escuchar “el sonido de la Tierra que llora dentro de nosotros”, pues “las lágrimas que brotan no son solo nuestras”, sino también las lágrimas de innumerables seres humanos desplazados, especies condenadas a la extinción, ecosistemas puestos en peligro y ciclos naturales amenazados. Y es que si la ausencia de un ego o identidad separada es lo que se esboza en nuestra atención despierta, entonces emerge la posibilidad de un vuelco que puede remediar los estragos de nuestro excepcionalismo humano y su tóxica ignorancia. Joanna nos llama a tomar la sabiduría del dharma para este mundo catastrófico y ponerla al servicio de un nueva “individualidad ecológica”, una identidad reverdecida que desafíe al egocentrismo e individualismo de nuestros hábitos cotidianos. Las cartas de amor a la Madre Tierra escritas por Thich Nhat Hahn, por su parte, nos incitan a lo mismo: dejar de cortar la vida en pedazos, y darnos cuenta de que nuestro único nombre verdadero es el nombre de todo.
Los textos mahayánicos nos empujan así al descubrimiento de nuestra naturaleza abierta, permeable, vacía de límites y distinciones prefabricadas. Y nos empujan, también, al vértigo, a la ausencia radical de seguridades, a la apertura total ante el misterio de la vida, que no puede ser apresado en conceptos ni enseñanzas formales, ni fijado palabras humanas. En la galería de reflejos entrelazados no hay suelo sólido donde plantar la bandera de ninguna identidad o doctrina inamovible. El Sutra del Corazón nos remueve porque nos convoca a ir más allá, más allá, mucho más allá de cualquier certidumbre o noción apaciguadora. Nos recuerda que la paz genuina florece en el abrirse absoluto de las formas que encarnamos y percibimos, en esencia vacías de solidez, o bien en el vacío pleno que se nos insinúa a través de la multiplicidad de las formas del mundo.
La experiencia del shunyata, esa vacuidad fértil de realidades cambiantes, sin fundamento firme ni respuestas definitivas, es lo que nos permite contactar con la cualidad tierna de bodhichitta, el corazón despierto que palpita en el seno de nuestra verdadera naturaleza. Y lo que nos permite transformarnos en bodhisattvas, aquellos que ya han abierto los ojos al asombro sin lenguaje de esta revelación y que, como el propio Buda, se inmiscuyen luego compasivamente en los asuntos del mundo para ponerse al servicio del tránsito de todos los seres sintientes hacia esa comprensión de lo que realmente son.
De ese modo todo estaba dispuesto para lo que algunos reconocen como el tercer giro de la rueda del dharma: la enseñanza de que la naturaleza búdica, esa condición indestructible que algún maestro llamó “bondad fundamental”, habita ya aquí y pulsa en todo. No hay nirvana al que aspirar ni samsara que rechazar. Hay la posibilidad, siempre fresca y a la mano, de contactar esa marca de nacimiento inherente a todos los seres: su bondad básica, fundamental. La tradición tántrica del budismo Vajrayana, con su colorida y fascinante galería de prácticas, thangkas, ceremonias de lhasang y altares abigarrados de representaciones búdicas, son la expresión de una sabiduría reposada que ha encontrado formas de establecer una relación ritual entrañable con aquella magia ordinaria que nos rodea y nos constituye.
Ecodharma sin credenciales y desde el sur latinoamericano
¿Cómo palpita hoy y para nosotros la inefabilidad de ese gesto que resume en su origen el legado budista? ¿Cómo reanimar, desde nuestro tiempo de catástrofes, extinciones y devastaciones, la elocuencia de esa mano que toca la tierra para dar testimonio de la posibilidad de contactar con aquello que constituye el derecho inalienable de nuestro precioso nacimiento humano?
En un presente en que millones de árboles nativos son talados cada año para ser reemplazados por una enfermiza cultura de monocultivos reales y simbólicos, conviene regresar a la escena del árbol del despertar y a la mano que toca el suelo para rendir testimonio de una visión. Los giros de la rueda del dharma, símbolo poderoso en que palpita el tránsito de las estaciones, la peripecia del agua, las danzas circulares de pueblos indígenas en todo el mundo, los mandalas que recorremos y los flujos cíclicos que nos componen, no se ha detenido. Para quienes transitamos su sendero desde la realidad del sur latinoamericano, donde diversas tradiciones nativas avivan otras espiritualidades que buscan y rezan por sus visiones despiertas a los pies de otros árboles, el sustrato de esas enseñanzas se abraza con las tradiciones de la tierra y las ritualidades ancestrales que mantienen encendida la noticia fresca del entre-ser.
Un budismo florecido desde la frondosidad de los territorios latinoamericanos puede contribuir a reimaginar nuestra relación con la Tierra hilando sus prácticas con las ritualidades ancestrales de este territorio, una herencia riquísima y encarnada por hombres y mujeres que han tocado a su manera la verdad de la interdependencia que hilvana todo lo viviente. Y es que el dharma genuino de nuestros días, el ecodharma que necesitamos, relumbra sin credenciales ni doctrinas fijas en una multiplicidad de formas, enseñanzas, prácticas sensibilizadoras, actos y gestos cotidianos. Encarna donde allí donde alguien toca la tierra y la pone como su testigo. Florece en las palabras de una chamana del Ecuador que nos recuerda que nunca hemos estado ni estaremos desconectados, en el gesto del yatiri al leer la hoja de coca, en la machi mapuche que aviva tambor y canto para restaurar la salud innata. Brilla en todo acto en que nos reconocemos como bosque que resiste, semilla que alimenta, agua que persevera, joya de la red, hilo del aguayo, hebra del telar.
Nutrir esta búsqueda desde la rueda del ecodharma implica escuchar y seguir la estela de los diversos Budas de todos los tiempos y latitudes, aprendiendo a recibir esa cordura ecológica en sus infinitas manifestaciones y a escuchar el recordatorio de la interconexión que no deja de donársenos en el gran sutra de todo lo viviente. Y levantar finalmente la mano que toca la tierra para extenderla, abriéndonos a la valentía que nos propone ese otro gran gesto del budismo, el abhayamudra: una palma alzada hacia adelante que nos recuerda que no hay nada que temer, nada que retener o desesperar, pues nunca hemos sido realmente extirpados de la trama de la vida.
Abhayamudra, cuyo mismo tradicional remite a
la tranquilidad, seguridad, ausencia de miedo
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